Una mujer ha sido asesinada esta madrugada. Otra mujer ha sido rociada con un líquido combustible por su ex pareja y ha estado a punto de morir. Las dos eran muy jóvenes. Sus asesinos también. Lo oigo por la radio mientras preparo mi desayuno, aún medio dormida. Es uno de esos momentos del día en que habitualmente no te cruzas con nadie por la casa, no hablas en voz alta, sólo mantienes la mente activa. Tal vez, por esa razón el silencio que rodea a la voz conocida que sale del aparato es más abrumador. La mañana se presenta como tantas otras, ir a trabajar, confiada, más o menos optimista ante lo por venir. Pero se ha producido una ruptura en la rutina de hoy. Y todavía no soy consciente de ello. Me cuesta, a estas horas, ser lúcida. Se ha roto la jornada, se ha venido abajo mi bienestar, ha venido a verme esa sombra negra y maldita de la vida, para recordarme que la violencia es implacable, perseverante, que nunca cesa, que nunca retrocede, que es inherente a la naturaleza humana, que ni la educación, ni la cultura, ni la riqueza, ni la devoción pueden con ella.
Pero esta forma de violencia, entre todas las imaginables, esta violencia del hombre hacia la mujer a quien en algún momento ha dado su amor, o lo que él entiende como amor, es distinta, es terrible, es única, porque en ella se concentran sentimientos incontrolados y, por ende, peligrosísimos, irrefrenables, según parece, instintos primitivos básicos, que nunca fueron reprimidos ni combatidos de una forma consciente, que durante toda la historia de la humanidad han permanecido inalterados, latentes o activos, sin que ninguna autoridad, ninguna fuerza superior, ninguna religión o creencia los haya condenado explícita y públicamente. La permisividad, la tolerancia que hasta el día de hoy han arropado al hombre agresor de su mujer o ex mujer aún están ahí.
Tal vez no estén en la letra de las nuevas leyes, o en las decisiones de algunos jueces y juezas, o en la voluntad de la sociedad actual en general. Sin embargo, están en la mente de muchos hombres y de muchas mujeres. Están, yo diría, grabadas con fuego en lo más profundo de las conciencias, de las conductas, de demasiados hombres y demasiadas mujeres. Están como presencias oscuras, ocultas, disimuladas, a veces incluso, ignoradas, en las mentes de los agresores, y están, aunque de una forma muy distinta, en las mentes de las mujeres que comprenden, que aceptan, que disculpan, que protegen y encubren a sus agresores.
Mientras bebo un café amargo y la voz del locutor se desvanece muy lejos de mi interés, me pregunto una vez más, ¿qué vamos a hacer? ¿Qué podemos hacer? Nos manifestamos, sí, escribimos artículos en los periódicos, condenamos públicamente estos ataques y asesinatos, dictamos leyes que protejan a nuestras mujeres, que disuadan a nuestros hombres, que fomenten la igualdad entre hombres y mujeres en la educación básica.
A la vista está que no es suficiente. La situación, lejos de remediarse, empeora. Ocho mujeres han sido víctimas en los primeros 23 días de enero de 2008 en nuestro país; una media de una mujer cada tres días.
No son sólo mujeres educadas en la sociedad machista y cerrada de la dictadura. Muchas de ellas son nuestras hijas, jóvenes de veintidós o veintitrés años, y sus asesinos son jóvenes también. Ellos no se han educado en una España aislada, ajena a la cultura y al desarrollo del resto de Europa. Ellos han convivido con otro tipo de mujer independiente, culta, orgullosa de sí misma, confiada, competitiva, ambiciosa y tenaz. Ellos y ellas han compartido las aulas, los libros, los apuntes, los botellones, las clases de conducir, los chats, los excesos, los fracasos.
Otras mujeres han llegado a nuestro país en los últimos años buscando la supervivencia y han caído en las redes de españoles machistas agresivos y peligrosos, o en las de paisanos suyos con similares cualidades.
Otras, las de mi generación o generaciones anteriores, los 40, los 50, los 60, que tuvieron acceso a la educación y a la universidad, al mundo laboral y a la independencia económica, aunque no a la independencia de la potestad paterna, o de la potestad, en algunos casos, del marido, han nadado entre dos aguas, entre dos mundos, el de sus padres, obsoleto y cerrado, dominado por la religión y el machismo y el de sus contemporáneas de otros países, impregnado ya del entorno de cultura e ideas progresistas que sucedieron a la dictadura franquista. La píldora anticonceptiva, el divorcio, el laicismo o la relajación de las conductas religiosas, el ejemplo sembrado por los movimientos feministas, el estímulo que sus propios logros en el mundo del trabajo, la política, la empresa, las artes, la educación les ha proporcionado, todo ello ha contribuido en gran medida a dirigir el camino de estas mujeres hacia ese mundo más abierto, y desviarse del más cerrado del que provenían en origen.
Pero, en ese viaje evolutivo de las mujeres no iban todas las mujeres, no han ido todas las mujeres, ni les han acompañado todos los hombres. Muchos no han sabido desembarazarse de sus antiguos, incómodos y ajustados ropajes. Ellas, por miedo, por educación, por respeto a las enseñanzas de sus madres y padres, por una u otra razón o por todas a un tiempo, se han conformado, han quedado estancadas. Ellos por respeto a las enseñanzas de sus padres y madres, por emulación, por supuesto, y porque, evidentemente, vivían una situación de privilegio patente -entre otras cosas, no necesitaban rivalizar con las mujeres, ni demostrar su valía ante ellas, salvo en contextos muy determinados; por ejemplo, como amantes, como padres y como jefes de la familia.
Ahora, estos hombres que se han quedado en la cuneta de la evolución, a quienes nunca interesó reconocer los derechos de la mujer, porque entendieron que al otorgárselos a ellas, los perdían ellos, o por entender que es más ventajoso ocupar una posición de dominio y poder, no han variado en nada su postura. Se preguntarán por qué van a renunciar a su posición de dominio, si es tan cómodo vivir sin oposición, ni alternativas, ni exigencias de la mujer, ni hay que rendir cuentas de los propios actos. ¿Por qué van a dar alas a una mujer que ponga en tela de juicio sus cualidades, sus habilidades, su capacidad en cualquier campo, su inteligencia, su cultura, su superioridad en suma?
Sin embargo, es un hecho que estos hombres conviven diariamente en una sociedad cambiante, que va fortaleciendo y asentando los derechos que ellos, consciente o inconscientemente, siguen sin reconocer a las mujeres de su entorno. Inmersos en esta sociedad, quieran o no, estos hombres pierden el equilibrio cuando las actitudes de las mujeres se confrontan directa y abiertamente con las suyas. No están preparados para recibir el empujón hacia delante que el cambio social implica. No saben cómo reaccionar, cómo actuar, cómo pensar. Y, al sentirse acorralados, atacan con el arma más antigua: la violencia, la fuerza física. Estos hombres ven cómo la mujer que les pertenece, a quien ellos habían elegido, les desprecia o está a punto de abandonarles. Perciben que son perdedores en la lucha por el dominio. Se sienten avergonzados, ridiculizados, abandonados, tratados injustamente. Puede más en ellos lo rudimentario, lo instintual y primitivo, que lo aprendido, lo civilizado, lo refinado.
Se trata, frecuentemente, de hombres de baja autoestima, con algún tipo de complejo, de carácter agresivo, probablemente maltratados en su infancia o testigos de malos tratos en la familia. Son hombres desconfiados, celosos. Suelen ser muy sociables en grupo, amigos de sus amigos varones, caballerosos, atentos y considerados con las mujeres en sociedad, aduladores incluso. En nada influye que hayan o no recibido una formación, que sean trabajadores o empresarios. Nunca admiten ser machistas. En la intimidad, en cambio, se manifiestan tal como son.
¿Y qué suele desencadenar estas conductas agresivas de dominio y posesión? El hombre que lleva dentro esta forma de conducta latente, tan oculta, a veces, que ni él sabe que está ahí, esperando agazapada para manifestarse, sólo tiene que encontrarse en el camino con una de estas mujeres que también llevan dentro unos componentes prototípicos de sumisión incondicional, o de tendencia a plegarse y conformarse ante cualquier gesto de dominio o amenaza. La mezcla suele ser explosiva. Las conductas inadaptadas de ambos se ven potenciadas, estimuladas por las reacciones del otro. Y, sin apenas darse cuenta, entablan una relación morbosa, que, como toda relación morbosa, les domina.
Por supuesto, este no es el caso siempre, ni mucho menos. Ni se da de una forma tan definida y absoluta. Existen grados y matices. Pero la materia prima desencadenante está ahí. También es cierto que en ocasiones, con que se adopte la conducta machista por parte del hombre, es suficiente para llegar a un desenlace fatal en la pareja. Ellas escapan o lo intentan, no admiten ser maltratadas. Otras veces, soportan las humillaciones durante un tiempo, engañadas por sus esperanzas de que él pueda cambiar, o porque están muy enamoradas, o porque no quieren dividir una familia donde hay hijos, o por cualquier otra causa. Pero acaban tomando la decisión de escapar y, entonces, ellos tratan de impedírselo, porque no pueden soportar tal humillación.
En el fondo de todo este comportamiento enfermizo, yacen los posos de siglos y siglos de historia de dominio del hombre sobre la mujer, del primitivo instinto animal del fuerte sobre el débil. Siempre seguirán existiendo las diferencias físicas entre hombre y mujer. El ser humano macho y hembra lo han sabido siempre. Mirando atrás nos damos cuenta de lo sencillo que ha sido para ellos ejercer y consolidar este dominio. No había más que impedir que desarrollara todas esas otras capacidades suyas que la potenciaban frente al hombre, que equilibrarían la balanza de fuerzas y la permitirían igualarse en estatus a él. Sin ellas, sin voz, sin libertad, sin educación, sin autoridad, sin parcelas de poder, sin audiencia, sin solidaridad, sin justicia, sin dignidad, sin herramientas de lucha, la mujer ha permanecido callada, sumisa, esclava, presa por los siglos de los siglos.
Es difícil erradicar esta verdad histórica tan evidente de nuestro pasado, inscrita en nuestro subconsciente como un fango oscuro y opaco que yace en el fondo de un pozo. Las aguas limpias de la modernidad, el proceso hacia la igualdad, el respeto a los derechos de todos los humanos, seguirán enturbiándose mientras el fango permanezca en el fondo. Está en manos del azar que este poso se remueva. Por eso es tan importante que depuremos el agua, que mantengamos un sistema de renovación y limpieza, que acudamos, en suma, a la única herramienta capaz de acabar con esta lacra, que es, sin duda, la educación de nuestras hijas e hijos desde la cuna, desde el mismo vientre materno, donde ya deberían ir gestándose en igualdad y armonía.
domingo, 22 de junio de 2008
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