Ojala predominaran entre nosotras la sensatez, la solidaridad, el respeto, el sentido de la justicia, aquellos valores que solo unas cuantas de nosotras parecen comprender y conocer. Si así fuera, esa minoría no se sentiría, como se siente, olvidada del mundo, aterrorizada y desprotegida ante los sucesos inhumanos protagonizados por presuntas personas cada día. ¡Cómo no vamos a sentirnos aisladas y perdidas las personas si algunos jueces son capaces de desatinos tales como autorizar a un hombre, que probadamente abusó de sus dos hijas, a ejercer la patria potestad sobre la menor de ellas!
Hacemos un llamamiento a las personas cuerdas y solidarias con acceso a los medios de comunicación, a quienes tienen peso específico en nuestra cultura y nuestro saber, a quienes pueden hacer uso del arma de la palabra, para que la esgriman, denunciando actitudes y divulgando el uso del sentido común y la razón, y a quienes ostentan el arma de la ley, para que la vistan del ropaje de la justicia.
Envuelta en la maraña de una ceguera destructiva, por pusilánime, por aquiescente, por consentidora de todas las barbaridades, la mayoría de las personas acepta atrocidades inmensas, como que se hayan producido treinta asesinatos de mujeres por quienes fueron sus parejas en lo que va de año, sin llevarse las manos a la cabeza o manifestar ninguna reacción. Esta es una de tantas pruebas de que las personas estamos perdiendo el norte. Que no se alcen todas las manos y todas las voces pidiendo cordura, apelando a un valor cada vez más abstracto y obtuso como es la dignidad humana es la consecuencia de nuestra pérdida de identidad.
Estamos olvidando la esencia de nuestra naturaleza en una carrera convulsiva hacia ninguna parte. Antes que nada, nosotras las personas deberíamos respetarnos a nosotras mismas. Es lamentable e ignominioso tener que recordar que las personas somos hombres y mujeres, que somos todas igualmente dignas, igualmente respetables, con idéntico derecho a la vida.
domingo, 22 de junio de 2008
Reflexiones durante el desayuno (Mercedes de Diego)
Una mujer ha sido asesinada esta madrugada. Otra mujer ha sido rociada con un líquido combustible por su ex pareja y ha estado a punto de morir. Las dos eran muy jóvenes. Sus asesinos también. Lo oigo por la radio mientras preparo mi desayuno, aún medio dormida. Es uno de esos momentos del día en que habitualmente no te cruzas con nadie por la casa, no hablas en voz alta, sólo mantienes la mente activa. Tal vez, por esa razón el silencio que rodea a la voz conocida que sale del aparato es más abrumador. La mañana se presenta como tantas otras, ir a trabajar, confiada, más o menos optimista ante lo por venir. Pero se ha producido una ruptura en la rutina de hoy. Y todavía no soy consciente de ello. Me cuesta, a estas horas, ser lúcida. Se ha roto la jornada, se ha venido abajo mi bienestar, ha venido a verme esa sombra negra y maldita de la vida, para recordarme que la violencia es implacable, perseverante, que nunca cesa, que nunca retrocede, que es inherente a la naturaleza humana, que ni la educación, ni la cultura, ni la riqueza, ni la devoción pueden con ella.
Pero esta forma de violencia, entre todas las imaginables, esta violencia del hombre hacia la mujer a quien en algún momento ha dado su amor, o lo que él entiende como amor, es distinta, es terrible, es única, porque en ella se concentran sentimientos incontrolados y, por ende, peligrosísimos, irrefrenables, según parece, instintos primitivos básicos, que nunca fueron reprimidos ni combatidos de una forma consciente, que durante toda la historia de la humanidad han permanecido inalterados, latentes o activos, sin que ninguna autoridad, ninguna fuerza superior, ninguna religión o creencia los haya condenado explícita y públicamente. La permisividad, la tolerancia que hasta el día de hoy han arropado al hombre agresor de su mujer o ex mujer aún están ahí.
Tal vez no estén en la letra de las nuevas leyes, o en las decisiones de algunos jueces y juezas, o en la voluntad de la sociedad actual en general. Sin embargo, están en la mente de muchos hombres y de muchas mujeres. Están, yo diría, grabadas con fuego en lo más profundo de las conciencias, de las conductas, de demasiados hombres y demasiadas mujeres. Están como presencias oscuras, ocultas, disimuladas, a veces incluso, ignoradas, en las mentes de los agresores, y están, aunque de una forma muy distinta, en las mentes de las mujeres que comprenden, que aceptan, que disculpan, que protegen y encubren a sus agresores.
Mientras bebo un café amargo y la voz del locutor se desvanece muy lejos de mi interés, me pregunto una vez más, ¿qué vamos a hacer? ¿Qué podemos hacer? Nos manifestamos, sí, escribimos artículos en los periódicos, condenamos públicamente estos ataques y asesinatos, dictamos leyes que protejan a nuestras mujeres, que disuadan a nuestros hombres, que fomenten la igualdad entre hombres y mujeres en la educación básica.
A la vista está que no es suficiente. La situación, lejos de remediarse, empeora. Ocho mujeres han sido víctimas en los primeros 23 días de enero de 2008 en nuestro país; una media de una mujer cada tres días.
No son sólo mujeres educadas en la sociedad machista y cerrada de la dictadura. Muchas de ellas son nuestras hijas, jóvenes de veintidós o veintitrés años, y sus asesinos son jóvenes también. Ellos no se han educado en una España aislada, ajena a la cultura y al desarrollo del resto de Europa. Ellos han convivido con otro tipo de mujer independiente, culta, orgullosa de sí misma, confiada, competitiva, ambiciosa y tenaz. Ellos y ellas han compartido las aulas, los libros, los apuntes, los botellones, las clases de conducir, los chats, los excesos, los fracasos.
Otras mujeres han llegado a nuestro país en los últimos años buscando la supervivencia y han caído en las redes de españoles machistas agresivos y peligrosos, o en las de paisanos suyos con similares cualidades.
Otras, las de mi generación o generaciones anteriores, los 40, los 50, los 60, que tuvieron acceso a la educación y a la universidad, al mundo laboral y a la independencia económica, aunque no a la independencia de la potestad paterna, o de la potestad, en algunos casos, del marido, han nadado entre dos aguas, entre dos mundos, el de sus padres, obsoleto y cerrado, dominado por la religión y el machismo y el de sus contemporáneas de otros países, impregnado ya del entorno de cultura e ideas progresistas que sucedieron a la dictadura franquista. La píldora anticonceptiva, el divorcio, el laicismo o la relajación de las conductas religiosas, el ejemplo sembrado por los movimientos feministas, el estímulo que sus propios logros en el mundo del trabajo, la política, la empresa, las artes, la educación les ha proporcionado, todo ello ha contribuido en gran medida a dirigir el camino de estas mujeres hacia ese mundo más abierto, y desviarse del más cerrado del que provenían en origen.
Pero, en ese viaje evolutivo de las mujeres no iban todas las mujeres, no han ido todas las mujeres, ni les han acompañado todos los hombres. Muchos no han sabido desembarazarse de sus antiguos, incómodos y ajustados ropajes. Ellas, por miedo, por educación, por respeto a las enseñanzas de sus madres y padres, por una u otra razón o por todas a un tiempo, se han conformado, han quedado estancadas. Ellos por respeto a las enseñanzas de sus padres y madres, por emulación, por supuesto, y porque, evidentemente, vivían una situación de privilegio patente -entre otras cosas, no necesitaban rivalizar con las mujeres, ni demostrar su valía ante ellas, salvo en contextos muy determinados; por ejemplo, como amantes, como padres y como jefes de la familia.
Ahora, estos hombres que se han quedado en la cuneta de la evolución, a quienes nunca interesó reconocer los derechos de la mujer, porque entendieron que al otorgárselos a ellas, los perdían ellos, o por entender que es más ventajoso ocupar una posición de dominio y poder, no han variado en nada su postura. Se preguntarán por qué van a renunciar a su posición de dominio, si es tan cómodo vivir sin oposición, ni alternativas, ni exigencias de la mujer, ni hay que rendir cuentas de los propios actos. ¿Por qué van a dar alas a una mujer que ponga en tela de juicio sus cualidades, sus habilidades, su capacidad en cualquier campo, su inteligencia, su cultura, su superioridad en suma?
Sin embargo, es un hecho que estos hombres conviven diariamente en una sociedad cambiante, que va fortaleciendo y asentando los derechos que ellos, consciente o inconscientemente, siguen sin reconocer a las mujeres de su entorno. Inmersos en esta sociedad, quieran o no, estos hombres pierden el equilibrio cuando las actitudes de las mujeres se confrontan directa y abiertamente con las suyas. No están preparados para recibir el empujón hacia delante que el cambio social implica. No saben cómo reaccionar, cómo actuar, cómo pensar. Y, al sentirse acorralados, atacan con el arma más antigua: la violencia, la fuerza física. Estos hombres ven cómo la mujer que les pertenece, a quien ellos habían elegido, les desprecia o está a punto de abandonarles. Perciben que son perdedores en la lucha por el dominio. Se sienten avergonzados, ridiculizados, abandonados, tratados injustamente. Puede más en ellos lo rudimentario, lo instintual y primitivo, que lo aprendido, lo civilizado, lo refinado.
Se trata, frecuentemente, de hombres de baja autoestima, con algún tipo de complejo, de carácter agresivo, probablemente maltratados en su infancia o testigos de malos tratos en la familia. Son hombres desconfiados, celosos. Suelen ser muy sociables en grupo, amigos de sus amigos varones, caballerosos, atentos y considerados con las mujeres en sociedad, aduladores incluso. En nada influye que hayan o no recibido una formación, que sean trabajadores o empresarios. Nunca admiten ser machistas. En la intimidad, en cambio, se manifiestan tal como son.
¿Y qué suele desencadenar estas conductas agresivas de dominio y posesión? El hombre que lleva dentro esta forma de conducta latente, tan oculta, a veces, que ni él sabe que está ahí, esperando agazapada para manifestarse, sólo tiene que encontrarse en el camino con una de estas mujeres que también llevan dentro unos componentes prototípicos de sumisión incondicional, o de tendencia a plegarse y conformarse ante cualquier gesto de dominio o amenaza. La mezcla suele ser explosiva. Las conductas inadaptadas de ambos se ven potenciadas, estimuladas por las reacciones del otro. Y, sin apenas darse cuenta, entablan una relación morbosa, que, como toda relación morbosa, les domina.
Por supuesto, este no es el caso siempre, ni mucho menos. Ni se da de una forma tan definida y absoluta. Existen grados y matices. Pero la materia prima desencadenante está ahí. También es cierto que en ocasiones, con que se adopte la conducta machista por parte del hombre, es suficiente para llegar a un desenlace fatal en la pareja. Ellas escapan o lo intentan, no admiten ser maltratadas. Otras veces, soportan las humillaciones durante un tiempo, engañadas por sus esperanzas de que él pueda cambiar, o porque están muy enamoradas, o porque no quieren dividir una familia donde hay hijos, o por cualquier otra causa. Pero acaban tomando la decisión de escapar y, entonces, ellos tratan de impedírselo, porque no pueden soportar tal humillación.
En el fondo de todo este comportamiento enfermizo, yacen los posos de siglos y siglos de historia de dominio del hombre sobre la mujer, del primitivo instinto animal del fuerte sobre el débil. Siempre seguirán existiendo las diferencias físicas entre hombre y mujer. El ser humano macho y hembra lo han sabido siempre. Mirando atrás nos damos cuenta de lo sencillo que ha sido para ellos ejercer y consolidar este dominio. No había más que impedir que desarrollara todas esas otras capacidades suyas que la potenciaban frente al hombre, que equilibrarían la balanza de fuerzas y la permitirían igualarse en estatus a él. Sin ellas, sin voz, sin libertad, sin educación, sin autoridad, sin parcelas de poder, sin audiencia, sin solidaridad, sin justicia, sin dignidad, sin herramientas de lucha, la mujer ha permanecido callada, sumisa, esclava, presa por los siglos de los siglos.
Es difícil erradicar esta verdad histórica tan evidente de nuestro pasado, inscrita en nuestro subconsciente como un fango oscuro y opaco que yace en el fondo de un pozo. Las aguas limpias de la modernidad, el proceso hacia la igualdad, el respeto a los derechos de todos los humanos, seguirán enturbiándose mientras el fango permanezca en el fondo. Está en manos del azar que este poso se remueva. Por eso es tan importante que depuremos el agua, que mantengamos un sistema de renovación y limpieza, que acudamos, en suma, a la única herramienta capaz de acabar con esta lacra, que es, sin duda, la educación de nuestras hijas e hijos desde la cuna, desde el mismo vientre materno, donde ya deberían ir gestándose en igualdad y armonía.
Pero esta forma de violencia, entre todas las imaginables, esta violencia del hombre hacia la mujer a quien en algún momento ha dado su amor, o lo que él entiende como amor, es distinta, es terrible, es única, porque en ella se concentran sentimientos incontrolados y, por ende, peligrosísimos, irrefrenables, según parece, instintos primitivos básicos, que nunca fueron reprimidos ni combatidos de una forma consciente, que durante toda la historia de la humanidad han permanecido inalterados, latentes o activos, sin que ninguna autoridad, ninguna fuerza superior, ninguna religión o creencia los haya condenado explícita y públicamente. La permisividad, la tolerancia que hasta el día de hoy han arropado al hombre agresor de su mujer o ex mujer aún están ahí.
Tal vez no estén en la letra de las nuevas leyes, o en las decisiones de algunos jueces y juezas, o en la voluntad de la sociedad actual en general. Sin embargo, están en la mente de muchos hombres y de muchas mujeres. Están, yo diría, grabadas con fuego en lo más profundo de las conciencias, de las conductas, de demasiados hombres y demasiadas mujeres. Están como presencias oscuras, ocultas, disimuladas, a veces incluso, ignoradas, en las mentes de los agresores, y están, aunque de una forma muy distinta, en las mentes de las mujeres que comprenden, que aceptan, que disculpan, que protegen y encubren a sus agresores.
Mientras bebo un café amargo y la voz del locutor se desvanece muy lejos de mi interés, me pregunto una vez más, ¿qué vamos a hacer? ¿Qué podemos hacer? Nos manifestamos, sí, escribimos artículos en los periódicos, condenamos públicamente estos ataques y asesinatos, dictamos leyes que protejan a nuestras mujeres, que disuadan a nuestros hombres, que fomenten la igualdad entre hombres y mujeres en la educación básica.
A la vista está que no es suficiente. La situación, lejos de remediarse, empeora. Ocho mujeres han sido víctimas en los primeros 23 días de enero de 2008 en nuestro país; una media de una mujer cada tres días.
No son sólo mujeres educadas en la sociedad machista y cerrada de la dictadura. Muchas de ellas son nuestras hijas, jóvenes de veintidós o veintitrés años, y sus asesinos son jóvenes también. Ellos no se han educado en una España aislada, ajena a la cultura y al desarrollo del resto de Europa. Ellos han convivido con otro tipo de mujer independiente, culta, orgullosa de sí misma, confiada, competitiva, ambiciosa y tenaz. Ellos y ellas han compartido las aulas, los libros, los apuntes, los botellones, las clases de conducir, los chats, los excesos, los fracasos.
Otras mujeres han llegado a nuestro país en los últimos años buscando la supervivencia y han caído en las redes de españoles machistas agresivos y peligrosos, o en las de paisanos suyos con similares cualidades.
Otras, las de mi generación o generaciones anteriores, los 40, los 50, los 60, que tuvieron acceso a la educación y a la universidad, al mundo laboral y a la independencia económica, aunque no a la independencia de la potestad paterna, o de la potestad, en algunos casos, del marido, han nadado entre dos aguas, entre dos mundos, el de sus padres, obsoleto y cerrado, dominado por la religión y el machismo y el de sus contemporáneas de otros países, impregnado ya del entorno de cultura e ideas progresistas que sucedieron a la dictadura franquista. La píldora anticonceptiva, el divorcio, el laicismo o la relajación de las conductas religiosas, el ejemplo sembrado por los movimientos feministas, el estímulo que sus propios logros en el mundo del trabajo, la política, la empresa, las artes, la educación les ha proporcionado, todo ello ha contribuido en gran medida a dirigir el camino de estas mujeres hacia ese mundo más abierto, y desviarse del más cerrado del que provenían en origen.
Pero, en ese viaje evolutivo de las mujeres no iban todas las mujeres, no han ido todas las mujeres, ni les han acompañado todos los hombres. Muchos no han sabido desembarazarse de sus antiguos, incómodos y ajustados ropajes. Ellas, por miedo, por educación, por respeto a las enseñanzas de sus madres y padres, por una u otra razón o por todas a un tiempo, se han conformado, han quedado estancadas. Ellos por respeto a las enseñanzas de sus padres y madres, por emulación, por supuesto, y porque, evidentemente, vivían una situación de privilegio patente -entre otras cosas, no necesitaban rivalizar con las mujeres, ni demostrar su valía ante ellas, salvo en contextos muy determinados; por ejemplo, como amantes, como padres y como jefes de la familia.
Ahora, estos hombres que se han quedado en la cuneta de la evolución, a quienes nunca interesó reconocer los derechos de la mujer, porque entendieron que al otorgárselos a ellas, los perdían ellos, o por entender que es más ventajoso ocupar una posición de dominio y poder, no han variado en nada su postura. Se preguntarán por qué van a renunciar a su posición de dominio, si es tan cómodo vivir sin oposición, ni alternativas, ni exigencias de la mujer, ni hay que rendir cuentas de los propios actos. ¿Por qué van a dar alas a una mujer que ponga en tela de juicio sus cualidades, sus habilidades, su capacidad en cualquier campo, su inteligencia, su cultura, su superioridad en suma?
Sin embargo, es un hecho que estos hombres conviven diariamente en una sociedad cambiante, que va fortaleciendo y asentando los derechos que ellos, consciente o inconscientemente, siguen sin reconocer a las mujeres de su entorno. Inmersos en esta sociedad, quieran o no, estos hombres pierden el equilibrio cuando las actitudes de las mujeres se confrontan directa y abiertamente con las suyas. No están preparados para recibir el empujón hacia delante que el cambio social implica. No saben cómo reaccionar, cómo actuar, cómo pensar. Y, al sentirse acorralados, atacan con el arma más antigua: la violencia, la fuerza física. Estos hombres ven cómo la mujer que les pertenece, a quien ellos habían elegido, les desprecia o está a punto de abandonarles. Perciben que son perdedores en la lucha por el dominio. Se sienten avergonzados, ridiculizados, abandonados, tratados injustamente. Puede más en ellos lo rudimentario, lo instintual y primitivo, que lo aprendido, lo civilizado, lo refinado.
Se trata, frecuentemente, de hombres de baja autoestima, con algún tipo de complejo, de carácter agresivo, probablemente maltratados en su infancia o testigos de malos tratos en la familia. Son hombres desconfiados, celosos. Suelen ser muy sociables en grupo, amigos de sus amigos varones, caballerosos, atentos y considerados con las mujeres en sociedad, aduladores incluso. En nada influye que hayan o no recibido una formación, que sean trabajadores o empresarios. Nunca admiten ser machistas. En la intimidad, en cambio, se manifiestan tal como son.
¿Y qué suele desencadenar estas conductas agresivas de dominio y posesión? El hombre que lleva dentro esta forma de conducta latente, tan oculta, a veces, que ni él sabe que está ahí, esperando agazapada para manifestarse, sólo tiene que encontrarse en el camino con una de estas mujeres que también llevan dentro unos componentes prototípicos de sumisión incondicional, o de tendencia a plegarse y conformarse ante cualquier gesto de dominio o amenaza. La mezcla suele ser explosiva. Las conductas inadaptadas de ambos se ven potenciadas, estimuladas por las reacciones del otro. Y, sin apenas darse cuenta, entablan una relación morbosa, que, como toda relación morbosa, les domina.
Por supuesto, este no es el caso siempre, ni mucho menos. Ni se da de una forma tan definida y absoluta. Existen grados y matices. Pero la materia prima desencadenante está ahí. También es cierto que en ocasiones, con que se adopte la conducta machista por parte del hombre, es suficiente para llegar a un desenlace fatal en la pareja. Ellas escapan o lo intentan, no admiten ser maltratadas. Otras veces, soportan las humillaciones durante un tiempo, engañadas por sus esperanzas de que él pueda cambiar, o porque están muy enamoradas, o porque no quieren dividir una familia donde hay hijos, o por cualquier otra causa. Pero acaban tomando la decisión de escapar y, entonces, ellos tratan de impedírselo, porque no pueden soportar tal humillación.
En el fondo de todo este comportamiento enfermizo, yacen los posos de siglos y siglos de historia de dominio del hombre sobre la mujer, del primitivo instinto animal del fuerte sobre el débil. Siempre seguirán existiendo las diferencias físicas entre hombre y mujer. El ser humano macho y hembra lo han sabido siempre. Mirando atrás nos damos cuenta de lo sencillo que ha sido para ellos ejercer y consolidar este dominio. No había más que impedir que desarrollara todas esas otras capacidades suyas que la potenciaban frente al hombre, que equilibrarían la balanza de fuerzas y la permitirían igualarse en estatus a él. Sin ellas, sin voz, sin libertad, sin educación, sin autoridad, sin parcelas de poder, sin audiencia, sin solidaridad, sin justicia, sin dignidad, sin herramientas de lucha, la mujer ha permanecido callada, sumisa, esclava, presa por los siglos de los siglos.
Es difícil erradicar esta verdad histórica tan evidente de nuestro pasado, inscrita en nuestro subconsciente como un fango oscuro y opaco que yace en el fondo de un pozo. Las aguas limpias de la modernidad, el proceso hacia la igualdad, el respeto a los derechos de todos los humanos, seguirán enturbiándose mientras el fango permanezca en el fondo. Está en manos del azar que este poso se remueva. Por eso es tan importante que depuremos el agua, que mantengamos un sistema de renovación y limpieza, que acudamos, en suma, a la única herramienta capaz de acabar con esta lacra, que es, sin duda, la educación de nuestras hijas e hijos desde la cuna, desde el mismo vientre materno, donde ya deberían ir gestándose en igualdad y armonía.
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Mercedes de Diego
La violencia de género
Segundo premio del concurso "Violencia machista". Autora: Ana Paqui Palenciano Castro
Una chica de veinte años está frente al espejo intentando ocultar bajo una capa de maquillaje el moratón que su novio le dejó en la mejilla la noche anterior. Al igual que ella, muchísimas mujeres repiten ese gesto día tras día, repitiéndose a sí mismas."Lo ha hecho sin querer", o "No se da cuenta", o "Todo es por mi culpa"... Quizás en el fondo saben que esa persona a la que tanto aman acabará matándolas si no hacen algo por evitarlo. También son tantas las que, aun teniendo claro el funesto destino que les depara la relación con su pareja, no denuncian el maltrato por el temor que les supone que éste se vengue.
Y ya sea por amor o por miedo, miles de mujeres maltratadas continúan viviendo con su agresor, soportando palizas diarias.
Adultas, adolescentes, ancianas .. la violencia de género no entiende de edades. Según las estadísticas, cada setenta y cuatro horas muere una mujer en manos de su compañero sentimental; cada siete minutos una mujer es violada, de las cuales un 75 % son menores de edad. Raro es el día en el que en los informativos no salga algún caso nuevo de maltrato: mujeres golpeadas hasta la muerte, o que se logran salvar de milagro; mujeres apuñaladas o estranguladas... Y la situación sólo parece empezar.
Sin duda, lo que más impotencia me causa es el hecho de ver cómo esos maltratadores, tras ser denunciados, pasan unos cuantos años en prisión, que ni por asomo llegan a ser suficiente como para compensar el daño causado, para luego volver a salir a la calle, donde puedan escoger una nueva víctima a la que arruinar la existencia, comenzando así de nuevo la trágica historia.
Así que, viendo la levedad de los castigos impuestos a loa agresores, alcanzo a comprender a aquella mujer de veinte , cuarenta, quince o sesenta y ocho años que maquilla sus heridas de cara a los demás, guardándose para ella todo su dolor .
Una chica de veinte años está frente al espejo intentando ocultar bajo una capa de maquillaje el moratón que su novio le dejó en la mejilla la noche anterior. Al igual que ella, muchísimas mujeres repiten ese gesto día tras día, repitiéndose a sí mismas."Lo ha hecho sin querer", o "No se da cuenta", o "Todo es por mi culpa"... Quizás en el fondo saben que esa persona a la que tanto aman acabará matándolas si no hacen algo por evitarlo. También son tantas las que, aun teniendo claro el funesto destino que les depara la relación con su pareja, no denuncian el maltrato por el temor que les supone que éste se vengue.
Y ya sea por amor o por miedo, miles de mujeres maltratadas continúan viviendo con su agresor, soportando palizas diarias.
Adultas, adolescentes, ancianas .. la violencia de género no entiende de edades. Según las estadísticas, cada setenta y cuatro horas muere una mujer en manos de su compañero sentimental; cada siete minutos una mujer es violada, de las cuales un 75 % son menores de edad. Raro es el día en el que en los informativos no salga algún caso nuevo de maltrato: mujeres golpeadas hasta la muerte, o que se logran salvar de milagro; mujeres apuñaladas o estranguladas... Y la situación sólo parece empezar.
Sin duda, lo que más impotencia me causa es el hecho de ver cómo esos maltratadores, tras ser denunciados, pasan unos cuantos años en prisión, que ni por asomo llegan a ser suficiente como para compensar el daño causado, para luego volver a salir a la calle, donde puedan escoger una nueva víctima a la que arruinar la existencia, comenzando así de nuevo la trágica historia.
Así que, viendo la levedad de los castigos impuestos a loa agresores, alcanzo a comprender a aquella mujer de veinte , cuarenta, quince o sesenta y ocho años que maquilla sus heridas de cara a los demás, guardándose para ella todo su dolor .
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Violencia machista
Los ojos de una mujer
Primer premio del concurso "Violencia machista". Autora: Ana Belén Gabaldón Sánchez (4ºESO A)
En una habitación blanca, muy blanca, empezó mi camino hacia la muerte. Yo la sentía oscura, tan oscura como mi alma que, moribunda, vagaba esclava de mi ausencia, desde hacia un tiempo.
Cada día era eterno dentro de esa habitacion, que parecía invisible para los demás. Todos los días para él eran un juego y yo era su tablero sobre el que poner en práctica su táctica. Mi vida no era tan bonita como siempre había imaginado, no era ese cuadro perfecto, pintado en mi cabeza y enmarcado por su imaginación.
Cada grito, cada golpe, se transformaban en espinas en mi alma, que arrancaba como en una rosa por el amor que aún sentía por el y que poco a poco se apagaba, como un instrumento viejo iba dejando de sonar.¡Tú tienes la culpa!, comenzaba y en mi mente grabadas quedan aún sus palabras que siempre terminaban con un ¡Perdón, yo no quería! pobre tonta, pobre ilusa pensar que iba a cambiar. Todas las noches en mi cama no había dos personas, a mi lado se acostaba el miedo y el dolor y nerviosa esperaba la mañana siguiente para que él se marchara y yo pudiera descansar.
Cuando intentaba dormir no podía, en cada sueño aparecía él y volvia para atormentarme y ya, no era mi sueño sino una pesadilla real, muy real. Me despierto y vuelvo a ver aquella habitación blanca, fría, en la que me sentía insignificante, donde quedaron mis charcos de lágrimas por él y sus puñetazos en mi corazón por hacerme crreer que no valía nada, que no servía para nada. Aquel no era el hombre de mi vida, se había convertido en el hombre de mi muerte que, aparentemente es el mismo, pero que cada día construyó para mí una máscara de piedra, con la que ya no podía sonreír, con la que ya no tenia rostro. Escondida tras la puerta, escuchaba sus llaves en la cerradura y esperaba que llegara muy cansado, que no quisiese comer, para que no me hiciera daño otra vez. Me humilló, me avergonzó, me hizo creer su propia mentira, me hizo creer que la vida no valia la pena, pero por fin, encontré la puerta de esa habitación y salí corriendo porque quería vivir, ser libre y ser feliz. Conseguí hacerlo, levanté la cabeza, tímida al principio más segura después. Dejé atrás mi pasado, afronté el presente y me entrenté a él. Lo vencí porque todas podemos hacerlo, sólo tienes que ser valiente y salir de ahí, porque una mujer es suave, pero tanbién es fuerte y sabe levantar la cabeza como nadie. A veces, por desgracia, hay gente que sabe lo que está ocurriendo, pero no ayuda y quizá tiene más delito el que está fuera y no hace nada que el que está dentro y calla.
Ahora yo dejé esto atrás, y aunque sé que nunca lo podré olvidar , el tiempo cura las heridas y lo podré superar. Hoy tengo libertad, valor y ganas para enfrentar la vida y nadie me lo va a negar , porque descubrí que:
"¿Quién puede bajar los ojos como una mujer? ¿Y quién sabe alzarlos como ella?"
En una habitación blanca, muy blanca, empezó mi camino hacia la muerte. Yo la sentía oscura, tan oscura como mi alma que, moribunda, vagaba esclava de mi ausencia, desde hacia un tiempo.
Cada día era eterno dentro de esa habitacion, que parecía invisible para los demás. Todos los días para él eran un juego y yo era su tablero sobre el que poner en práctica su táctica. Mi vida no era tan bonita como siempre había imaginado, no era ese cuadro perfecto, pintado en mi cabeza y enmarcado por su imaginación.
Cada grito, cada golpe, se transformaban en espinas en mi alma, que arrancaba como en una rosa por el amor que aún sentía por el y que poco a poco se apagaba, como un instrumento viejo iba dejando de sonar.¡Tú tienes la culpa!, comenzaba y en mi mente grabadas quedan aún sus palabras que siempre terminaban con un ¡Perdón, yo no quería! pobre tonta, pobre ilusa pensar que iba a cambiar. Todas las noches en mi cama no había dos personas, a mi lado se acostaba el miedo y el dolor y nerviosa esperaba la mañana siguiente para que él se marchara y yo pudiera descansar.
Cuando intentaba dormir no podía, en cada sueño aparecía él y volvia para atormentarme y ya, no era mi sueño sino una pesadilla real, muy real. Me despierto y vuelvo a ver aquella habitación blanca, fría, en la que me sentía insignificante, donde quedaron mis charcos de lágrimas por él y sus puñetazos en mi corazón por hacerme crreer que no valía nada, que no servía para nada. Aquel no era el hombre de mi vida, se había convertido en el hombre de mi muerte que, aparentemente es el mismo, pero que cada día construyó para mí una máscara de piedra, con la que ya no podía sonreír, con la que ya no tenia rostro. Escondida tras la puerta, escuchaba sus llaves en la cerradura y esperaba que llegara muy cansado, que no quisiese comer, para que no me hiciera daño otra vez. Me humilló, me avergonzó, me hizo creer su propia mentira, me hizo creer que la vida no valia la pena, pero por fin, encontré la puerta de esa habitación y salí corriendo porque quería vivir, ser libre y ser feliz. Conseguí hacerlo, levanté la cabeza, tímida al principio más segura después. Dejé atrás mi pasado, afronté el presente y me entrenté a él. Lo vencí porque todas podemos hacerlo, sólo tienes que ser valiente y salir de ahí, porque una mujer es suave, pero tanbién es fuerte y sabe levantar la cabeza como nadie. A veces, por desgracia, hay gente que sabe lo que está ocurriendo, pero no ayuda y quizá tiene más delito el que está fuera y no hace nada que el que está dentro y calla.
Ahora yo dejé esto atrás, y aunque sé que nunca lo podré olvidar , el tiempo cura las heridas y lo podré superar. Hoy tengo libertad, valor y ganas para enfrentar la vida y nadie me lo va a negar , porque descubrí que:
"¿Quién puede bajar los ojos como una mujer? ¿Y quién sabe alzarlos como ella?"
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